El presente cuento DESAPARECIDO obtuvo el “Segundo Premio y Medalla de Plata” en el concurso organizado por la Editorial DE LOS CUATRO VIENTOS en el que participaron 814 concursantes de todo el país

 

DESAPARECIDO

Culatazos y “patadas” destrozaron la puerta. Los efectivos del ejército irrumpieron en la casa, sin miramientos hacia los pequeños que largaron en llanto desesperadamente.

Detuvieron a Sebastián. Lo castigaron en presencia de la familia, exigían la entrega de la documentación del grupo guerrillero al que le imputaban pertenecer. De nada valieron sus gritos de inocencia y desconocimiento de las imputaciones. Con Sádico vandalismo, requisaban todos los rincones de la casa en busca de papeles u objetos comprometedores. Lo que no destruían a golpes guardaban en los bolsillos o trasladaban al “falcon Verde”. Vanesa, su esposa, Damián y Myrian sus hijos no comprendían nada. A gritos pedían clemencia. “Cállate la boca, puta de mierda -le increpó el Jefe de Grupo- si no querés que de a uno te hagamos callar en la cama, mientras te gozamos”. Ante la amenanza intentó huir con sus hijos. “¡Quieta, carajo!” le dijo uno, al tiempo que le apuntaba con el arma de guerra.

- No...!¡a ella no que está de encargue! Suplicó Sebastián.

- Asi que “preñadita” ¿no...? Un puntapié en el vientre y un “No parirás guerrilleros”, fue la piedad que le tuvo el oficial.

Encapuchado, manos esposadas, a empellones, sacaron al infeliz detenido y un portazo fue la despedida de los “Hacedores de la Paz Interior y la Reorganización Nacional”

En pocos minutos, todo estaba destruido, la familia desecha. Los aullidos del perrito, “Colín”, amigo inseparable de Sebastián, acompañaban el llanto de Vanesa y el terror de los chicos.

Sebastián, tucumano y Vanesa, formoseña, se conocieron en el trabajo. Diez años de vida matrimonial en paz y laboriosidad. Damián y Myriam eran fruto de su amor. La casa, fruto, fruto de sus trabajos, sacrificios, ahorros. El último ascenso, promesa de bienestar. Pero todo..., todo estaba terminado... Vanesa, semi postrada en un sillón, apretaba cada vez más a sus hijos... “¡Mamita, que me hacés doler!” dijo la nena. La pobre madre contemplaba con ojos idos los juguetes de Damián, autitos de fórmula uno, metralletas, muñecas y peluches de Myrian. Todo mezclado con platos rotos, residuos de la cena, libros, cuadernos, ropas... Todo..., todo convertido en nada..., nada... La atractiva mujer se había transformado, en instantes, en digno modelo de Dolorosa o Piedad para el pincel más exigente.

El criminal puntapié había hecho efecto. La sangre comenzó a fluir. Concluyó en el hospital. El terror..., la soledad..., acompañaron a los chicos en la casa.

Sebastián era víctima de increíbles torturas aplicadas día a día para sacarle verdades... Verdades inexistentes... Sospechas que llenaban la mente enfermiza de los herederos de los que un día nos dieran libertad y que hoy la cercenaban, haciéndose dueños de las ideas..., militancia política..., vidas..., tan solo porque la libreta de apuntes de un supuesto guerrillero, compañero de trabajo, figuraba el número telefónico de Sebastián y su teléfono interceptado había recibido llamadas de amigos tucumanos. Llamadas familiares que las mentes “retorcidas” interpretaban en clave.

La picana, los “submarinos”, la bolsa de polietileno, “la parrilla” lo torturaban en cualquier momento. En sueños, Vanesa le curaba las heridas. Besos y caricias de su Myriam. Travesuras de Damián, hasta que la sed lo despertaba, sentía los labios partidos, creía que alguien le arrancaba los dientes... Tras unas horas lo vencía el sueño y allí estaba su familia... la veía sufrir y llamarlo con angustia y desesperación, deambulando perdida en la oscuridad de la incertidumbre, hasta que los intensos dolores lo despertaban y nuevamente lo volvían a la realidad. Compañero del martirio corporal era el temor de que su esposa estuviera también detenida, sufriendo los mismos inhumanos tormentos y los hijos quién sabe en qué manos, llorando a sus padres.

Durante el día, cuando no estaba en las torturas o con sus compañeros de desgracia, entrecerraba los ojos y revivía momentos más hermosos que pasara junto a los suyos... Las horas de plaza los domingos con los hijos de Colín... Recordaba la bronca de Vanesa cuando lo vio llegar con ese perro “sucio y hambriento” y la alegría de los chicos que lo bañaron y discutieron el nombre hasta llamarlo Colín. Recreaba su mente la alegría que vino con el auto y los viajes a Tucumán y Formosa. La Felicidad de los abuelos al abrazar a los nietos... las fiestas de fin de año..., los “cumple”.

“Por razones de seguridad”, despidieron a Vanesa del trabajo. Los vecinos rehuían los encuentros, por el miedo y “por el algo será”. Se acumularon las deudas. “Le cortaron” la luz, el agua, el gas. La agencia le quitó el autito. El Banco le remató la casa. Lejos de sus familiares, desconocedores de los hechos porque las cartas eran interceptadas y el teléfono “pinchado” no pudo transmitir mensajes reflejando la realidad, fue a dar a una villa. El mal ejemplo para los hijos y el temor a violaciones o vejaciones la “expulsó” de ese ambiente. Pordiosera improvisada recorrió estaciones ferroviarias, plazas y parques, hasta que un día, quien sabe qué alma piadosa, avisó a los padres de lo sucedido. De su Formosa natal vinieron a buscarla y le devolvieron a la selva que la cobijara en la niñez y adolescencia.

La búsqueda desesperada de su Sebastián se convirtió en continuo, incansable peregrinar. Entrevistas a entidades de los Derechos Humanos, a Gobernantes del Proceso, a Obispos... Hasta el despacho Presidencial oyó argumentos y pruebas de la inocencia del esposo y una ilusa esperanza la iluminó cuando el mismísimo General Videla le prometió, en presencia del Obispo, con mentiroso sadismo, ocuparse personalmente del caso...

Mientras, en Sebastián, se hacía realidad la frase del Dante: “dejad afuera toda esperanza los que entrais” y el temor de ser pasajero de los vuelos de la muerte, o émulo de los mártires de Margarita Belén horrorizaba los días y eternizaba las noches. Traslados de un “centro” a otro, simulacros de fusilamientos junto a sus compañeros de desgracia e infinidad de torturas le hacían llamar a la muerte. Cuánto tiempo había transcurrido..., no lo llevaba en cuenta. Más bien quería saber cuánto faltaba para morir.

Un día, se enteró que “El Proceso” había cambiado de Presidente... Que éste parecía más humano... Que las cosas cambiarían... Y cambiaron..., porque la irresponsabilidad delirante de una borrachera crónica ensangrentó al país con una guerra inesperada y absurda contra los más poderosos de la tierra. Desde la penumbra de la prisión, oyó los gritos eufóricos de una muchedumbre enardecida por los acontecimientos, sin saber que hoy vivaban a las Fuerzas Armadas, los mismo que ayer habían sido desalojados de la Plaza de Mayo a “garrote limpio” por esas fuerzas que cumplían con “La Obediencia Debida”. De allí en más, los que esgrimían la espada de San martín, convertida en cuchillo carnicero ensangrentado en el pecho de los argentinos, pretendieron que esa juventud “subversiva y apátrida” la hundieran en el pecho de los viejos piratas, que desde lejos combatían de palabra, mientras los gurkhas nepaleses, mercenarios entrenados para matar al servicio de los poderosos, daban cuenta de nuestros “niños”, hambrientos y ateridos por el frío en las “cuevas de zorro”, ignorados por los “Generales y Comandantes” que se calentaban por fuera con abrigos y estufas y por dentro con whisky fabricado por el enemigo. La lucha externa “ablandó” a la interna a medida que el enemigo se agigantaba.

De pronto se vio libre. El regreso al mundo de los vivos lo recibió como ser “extraño”... habitante de otro planeta. Hecho una piltrafa humana, sin ropas, sin dinero, destruido física y moralmente, espectro errante con cicatrices de los tormentos sufridos, intentó recuperar la familia -si existía- Acongojado por la duda, con deambular de autómata, llegó hasta el que fuera su barrio... Una fuerza desconocida lo retenía..., le dificultaba el caminar...

Al llegar a “su calle” se pasó a la vereda de enfrente... Desde allí miró la casa... La fachada era distinta... Inmóvil ansió la salida de alguien... Una..., dos horas..., quizá más, lo sostuvo una ilusa esperanza. Salieron dos niños con útiles escolares...

- Chicos... ¿Uds. Son de acá?

- Sí... ¿Por qué...?

- Y esta casa... ¿de quién es...?

- Es nuestra. Se la quitó el banco a un guerrillero y se la vendió a papá... Bueno, nos vamos... mamá no quiere que hablemos con extraños... y menos con andrajosos...

¡Todo Estaba perdido! Tenía ganas de convertirse, ahora sí, en guerrillero y matar..., matar..., matar a todo uniformado que se interpusiese en el camino..., buscar a sus torturadores..., vengarse lentamente..., en el mayor tiempo posible. Después se dijo: “¿Para qué...? Mejor, busco a mi familia, si existe aún...” Los pocos que no lo evadían no supieron informarle, con certeza del paradero de la esposa e hijos... Sin un peso, no conseguía ni siquiera una changa para mitigar el hambre. Le daba vergüenza mendigar. A la noche, como alimaña, hurgaba en las bolsas de residuos. Con asco, satisfacía su hambruna y guardaba algo para el día siguiente.

Un trabajo por unos días lo trasladó a Tucumán. “Allí están mis padres, se dijo, y sabré de mi familia”. Por fin comió bien despues de tanto tiempo. Mejoró la ropa. El trabajo de unos días se prolongó por un mes. Fue a la casa paterna. Halló la tapera. Le comentaron que “los viejitos” habían muertos, quizá de pena, por las repetidas requisas que tuvieron que soportar y la angustia que provoca la falta de noticias.

Mientras, los hechos políticos se sucedían vertiginosamente. Perdida la guerra de Las Malvinas, renunció el Presidente Galtieri y asumió el general Bignone con la orden de pacificar el país y “ordenar” a los argentinos, echar un manto de olvido sobre el terrorismo de Estado y el aberrante genocidio; para los represores tan sencillo como dar vuelta una página. Una noche, ante las cámaras de televisión, pronunció un anodino y “obediente” discurso en el que dio por desaparecidos a todos aquellos “subversivos” de los que no tuviesen informes o datos.

Un sudor frío bañó el cuerpo de Vanesa al oir, por radio, esas palabras... Su Sebastián estaba desaparecido... Nunca más lo vería... Las últimas imágenes de aquella noche fatídica, a pesar del tiempo, se presentaban cada vez más nítidas. Horrorizada comprendió que de allí en más, quizá para siempre, la comodidad de la vida de ciudad, con todo a mano, seguiría cambiada por la vida dura y sacrificada de la selva, sufrida en su adolescencia, donde las vacas daban leche si las ordeñaba y la tierra brindaba sus frutos y verduras si era labrada constantemente. Pañuelos o sombreros protegían la cabellera, añorante de tinturas, resecada por el sol tropical. Las uñas cambiaron el esmalte por tierra. Las manos encallecidas y faltas de cremas. El rostro tostado comenzaba a exhibir arrugas. Cada mañana, al vestir la sencilla ropa de campo, recordaba los uniformes de oficina. El agua en la ciudad bajaba por las cañerías, aquí era levantada desde el pozo en un balde al chirrido de rondana. La leña recogida en el monte suplía al gas, mientras inundaba la cocina de humo. Lámparas temblorosas o complicados faroles de gas o kerosene, escasos de brillo, intentaban remedar la luz eléctrica, abundante, generosa...

Los chicos pasaron de la escuela monumental a una “escuela rancho” de una sola aula para varios grados y un petiso “bichoco” se convirtió en transporte escolar. Un sulky destartalado oficiaba de “micro” acercándola por senderos polvorientos, al almacén de ramos generales donde canjeaba los quesos, fiambres caseros y verduras por artículos de primerísima necesidad.

Los padres trataban de darles esperanza, tan lejanas como su Sebastián.

El inconmensurable silencio de la noche, roto de tanto en tanto por las voces de la selva y los aullidos de algún animal salvaje en busca de compañera de procreación, contrastaba con aquellos lejanos ruidos de la ciudad. La oración le daba fuerzas. El contemplar las fotos de la familia abrazada y sonriente, traía recuerdos de épocas idas, llenas de alegrías y esperanzas. El futuro de sus hijos era tan oscuro como la mente de los “Salvadores de la Patria” que los había hundido en la miseria.

Las noches de insomnio la invitaban a regresar a la gran ciudad, buscar trabajo... Pero... ¿y los chicos...? Y ella...¿qué era...? ¿viuda...? ¿abandonada...? ¿Y cuando los informes dijeran que había sido despedida por ser esposa de un guerrillero.

Despues, con los ojos entrecerrados recordaba su vida y como si fuesen páginas de una revista deshojada, juguetes del viento, acudían en desorden, los años de la infancia, la adolescencia con la secundaria en una ciudad del interior de Formosa, en la casa de una tía que para “cobrarse” la hacía trabajar más de la cuenta. La prima que la llevó a Buenos Aires. Trabajos domésticos y estudios nocturnos, hasta que “calzó” en una oficina. Las miradas entrecruzadas con Sebastián, el noviazgo tan feliz y después esos años de sacrificio, la casa, los hijos. Los sustos, las enfermedades comunes de los chicos, el primer día de “jardín”, las fiestitas, las discusiones matrimoniales con su Sebastián y las reconciliaciones. Todo, todo venía a su mente hasta que llegaba ese fatídico momento, el secuestro, el llanto de los chicos, “el patadón” en el vientre y los días de hospital con la mente en la soledad de los hijos, el huir de los vecinos, el deambular por las calles hasta el regreso a su provincia natal. Entonces el llanto... y el despertar de Myriam y la pregunta de siempre. ¿”Por qué llorás mamita...?¿Por qué no viene papito...?

Sebastián pensaba tan solo en la familia, en el posible reencuentro. Corría la democracia y decidió buscarla en la casa..., en la selva... en Formosa, sin advertir que no lo había hecho antes por un subconsciente temor de ser considerado culpable de tantas penurias. Dominado por la angustia, “a dedo”, interminables cambios de vehículos lo internaron en la selva formoseña. Allí podía estar Vanesa, en el rancho de los padres..., perdido en los palmerales..., o al menos tendría noticias de ella... Y las tuvo... A la noche se acercó sigilosamente a la casita, protegido por la oscuridad en la espesura de la selva. No podía presentarse de improviso. Si lo creían muerto, lo confundirían con un espíritu errante... Su figura espectral no decía otra cosa. Si lo creían culpable, lo echarían como un delincuente.

Cuando estaba a unos 30 metros lo sorprendieron los ladridos de los perros. Se quedó inmóvil junto a un árbol. Loa animales, llamados por el dueño de casa, volvieron, menos ese Colín de raza desconocida. Se reconocieron. Recordó la calle del encuentro una noche de frío, de aquella lejana ciudad del Gran Buenos Aires y la inseparable amistad. El animalito, con muestras de intensa alegría, saltaba, le lamía los pies, parecía invitarlo a la casa con sus pasos cortitos de ida y vuelta y su vocesita lastimera...

Se agachó... Semi flexionada la pierna derecha quedó sentado sobre ella, acodado en la rodilla izquierda apoyaba el mentón en la palma de la mano para mirar ansiosamente hacia la casa a la espera de algo..., algo que le indicase que allí estaba su familia...

Y allí estaba... Bajo la galería de aquél humilde rancho, iluminados por la luz difusa de un farol de gas. La frescura de la noche descansaba del tórrido sol formoseño. Los abuelos chacoteaban con Damián. Lo vio mocito. Myriam les cebaba mate ¡Qué grande y hermosa...! ¡Qué parecida a la madre, cuando se conocieron...! ¿Y el bebé que esperaba...? ¿Se llamará Sebastián...? Ya ha de estar grandote... ¿O se lo habrán quitado en algún centro de detención...? ¡Había visto tantos casos...! Se acercó algo más. Agachado, escondido entre las palmeras intentaba descubrir a su Vanesa. De pronto ella salió de la cocina y habló con los padres... ¡Pobre...! ¡Qué encorvada...! ¡Qué flaca...! Pero igual la vio hermosa. Se le partía el corazón, le oyó los latidos... ¡Qué ganas de correr y abrazarla..., besarla,,,, besarla hasta el cansancio. Abrazar y besar mil veces a sus hijos que habían quedado tan pequeñitos y desamparados y decirle que era él..., que estaba vivo..., que volverían a la ciudad..., que comenzarían una nueva vida..., que... En ese momento ella llamó “papito...” Al oír esa palabra tantas veces escuchada, estuvo a punto de correr. Se contuvo “papito..., trae al bebé que le doy la teta y cenamos”. “Voy querida” fue la respuesta... Alguien, para él desconocido, cruzó el patio que separaba las habitaciones y la cocina, con un bebé en los brazos... Se lo entregó a Vanesa tras besarlo. Le rodeó la cintura..., apoyó la cabeza sobre la de ella... Ingresaron a la cocina...

¡Todo estaba perdido...! ¡Ahora sí..., para siempre...! Sebastián, con el alma destruida, acarició el animalito... Se levantó. Abatido, creyó enloquecer. Cabizbajo, se internó en la espesura de la selva formoseña...

Días después... hambriento... sediento... exhalando lúgubres aullidos, regresó Colín...

 


Juan Santiago Boari  Santi de la Cerna

Escritor nacido en Gualeguaychú (E.R.) residente en Esquina (Ctes).

Cursó estudios en el Instituto Pío IX; incorporado al Colegio Nacional Mariano Acosta de Buenos Aires. Se desempeñó en la Administración Pública durante 33 años. Autor de una Reseña Histórica del Centro Comunitario María Inmaculada (Esquina al Sur). Obtuvo varios premios literarios y publicó en antologías junto a otros escritores.


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